Hace cinco meses comencé con un nuevo libro, trabajando junto a Eva en las memorias de su vida y las de su familia, especialmente sobre los episodios vividos durante la Segunda Guerra Mundial, de los que muy poco se habló en casa. La clave han sido los archivos de su padre, quien guardó fragmentos importantes de ese difícil recorrido y que ahora luego de una rigurosa revisión de nuestra parte, se han convertido en valiosas pistas que muy despacio comienzan a adquirir sentido.
Uno de los papeles más preciados para Eva es el antiguo pasaporte de su abuela, emitido en Hungría en 1939, justo antes de que estallara la guerra. El documento, colmado de sellos y visados, nos transporta en un viaje interesante; cruzando fronteras, evadiendo controles, descansando unos días luego de cientos de kilómetros recorridos en tren y barco, para luego continuar. Tenía cuarenta y dos años cuando se separó de su familia y descubrió Tánger, al norte de África.
Confieso que era muy poco lo que sabía del lugar, así que tuve que empezar a investigar sobre su historia. Ubicada en Marruecos, frente al Estrecho de Gibraltar, fue durante treinta años una Ciudad Internacional, gobernada por España, Francia e Inglaterra. No era una colonia, ni un protectorado, sino de una ciudad con características únicas en el mundo, a la que luego se sumaron en su gestión, Bélgica, Holanda, Portugal, Suecia, y por último Italia.
No pude resistirme, después de leer varios libros, decenas de artículos y reportajes, tenía que viajar a Tánger para descubrir si aquello era solo una leyenda.

Contrario al pronóstico meteorológico que advertía varios días de lluvia, nos recibió un sol radiante en el cielo azul característico de Tánger, por lo que decidimos empezar el recorrido de inmediato. Cuando la abuela de Eva llegó de Hungría se encontró con una ciudad multicultural, donde se hablaba en francés, castellano, inglés y árabe, pasando sin problema de un idioma a otro… Parece que, con el paso de los años, aquello se fue perdiendo y solo los mayores continúan con la herencia políglota de aquella época. Con excepción de los hoteles, en las calles tangerinas el inglés se siente lejano, del castellano quedan algunas palabras y por suerte para mí, Ilona, mi compañera de viaje, habla perfecto francés, gracias al cual pudimos comunicarnos, la mayoría de las veces.
Así llegamos a La Medina, que es el término en arameo para centro de la ciudad, un verdadero laberinto entre casas, plazas y callejuelas. El lugar, hoy convertido en un gran mercado, está abarrotado todos los días ofreciendo joyería de oro y plata, artículos en piel, colorida cerámica, muebles trabajados en madera y hierro, ropa tradicional marroquí, prendas de vestir, calzados y carteras de las más famosas marcas (pero de dudosa procedencia), cosméticos, perfumes, aceite de argán y por supuesto todo tipo de alimentos: carnes, pescados, verduras, especias, dátiles y dulces. Los turistas revolotean como locos entre los vendedores que anuncian sus mejores ofertas, prefieren euros que dirhams; pero cuidado, antes de comprar es indispensable prepararse para empezar un entretenido juego de regateo.
Cansada de caminar por La Medina me senté en una escalera, frente a una hermosa puerta verde… era la antigua mezquita. Hasta allí había llegado la abuela de Eva, escapando de la barbarie nazi, en Tánger se había encontrado con un refugio donde cristianos, judíos y musulmanes practicaban en armonía sus religiones. Un poco más adelante pude ver una iglesia católica y un poco más allá, una de las tantas sinagogas que existían. Eran pasadas las cinco de la tarde y en medio del bullicio de los turistas, un canto en árabe se hizo sentir, era el llamado a rezar de los musulmanes. En ese momento pude imaginar la época cuando aquella melodía se mezclaba con las campanadas de la iglesia y el sonido del shofar judío en los días de la Ciudad Internacional.

Mientras Europa se desangraba en la Segunda Guerra Mundial, Tánger había decretado un régimen de neutralidad que prohibía cualquier acto hostil. Fuera de La Medina, la ciudad había crecido hacia lo que llamaban la Ciudad Europea, con el barrio francés, el español y el inglés. El recorrido caminando fue un paseo fascinante, admirando los hermosos palacetes de la época, la mayoría golpeados por el paso del tiempo y otros en total abandono. Muchas de las avenidas conservan sus nombres originales: Goya, Velázquez, Quevedo, Pasteur, Victor Hugo y Dante. Tánger era un centro cultural y artístico, las ruinas del Teatro Cervantes, evidencian el glamour de la época en que las señoras se vestían de largo y los caballeros en trajes elegantes para asistir a los más refinados conciertos de música clásica.

A pocos pasos está la Plaza de Francia, donde la abuela de Eva abrió su primera cafetería ofreciendo principalmente recetas húngaras. Hoy la comida internacional ha sido reemplazada por los tajines y cuscús marroquies, pero la plaza sigue repleta de gente. Desde entonces, funciona el Gran Café de Paris, fundado en 1920, con su decoración de la época que invita a entrar, pedir un té con hierbabuena e imaginar los encuentros entre empresarios, espías, contrabandistas y refugiados, que en medio de las intrigas de la guerra eran un pasatiempo fascinante. Ahora el lugar está lleno de hombres sentados ordenadamente mirando hacia la calle, lo que hizo que nuestra presencia femenina llamara la atención; nos miraron de reojo y luego nos ignoraron respetuosamente.

Es la hora del tráfico y los policías elegantemente vestidos suenan sus silbatos con una energía asombrosa. La escena me recuerda fotos antiguas en donde policías belgas, holandeses, portugueses y suecos, trabajaban con franceses, españoles y británicos custodiando las calles de Tánger. Cientos de taxis desafían las reglas intentando pasar primero; se trata de los llamados grand taxi, marca Mercedes Benz de los años setenta, que milagrosamente siguen rodando y con quienes siempre es mejor negociar el precio antes de empezar el recorrido.

Uno de esos taxis nos llevó hasta el Monte Viejo, en las afueras de la ciudad, una pequeña montaña donde la abuela de Eva abrió un hotel en los años cuarenta. Al llegar a la cima descubrimos que prácticamente toda la colina es ahora propiedad del rey de Marruecos, por lo que no pudimos entrar al antiguo hotel de la abuela. Por suerte sigue abierto al público otro hotel que recuerda de aquella época gloriosa, se trata de la Villa Josephine, una villa de los años mil novecientos, rodeada de palmeras de troncos altos y copas pequeñas, desde donde pudimos disfrutar de una de las mejores vistas a la Bahía de Tánger, donde se unen el Mediterráneo y el Atlántico. Como anécdota curiosa nos contaron que su fundador, Walter B. Harris, fue la inspiración para el personaje de Indiana Jones.
Me marcho convencida de que Tánger es mucho más que una leyenda. Con razón la abuela eligió ese lugar para instalar su casa; para rehacer su vida y para desde allí hacer hasta lo imposible por salvar a los suyos. En ese paraíso se reencontró con ellos siete años después. Era finales de 1946, Eva y parte de su familia habían sobrevivido a la guerra y al Holocausto y logrado escapar de Hungría que se había liberado del nazismo para caer en manos del comunismo soviético.
Eva sigue revisando aquellos papeles que le dejó su padre, uniendo las pistas que nos permiten reconstruir su historia. Una historia de la que muy poco se habla. Puedes conocer más sobre Eva en mis anteriores publicaciones entrando a los siguientes enlaces: “Los Zapatos del Danubio”; “Descubriendo Secretos”; “Mi Visita al Inferno Helado”; y “El Ángel de Eva”.
Agradezco tus comentarios, opiniones y preguntas que me servirán en desarrollo del libro.
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